El monte análogo
René DaumalEntregas del A Bao A Qu 2
Novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas.
CAPITULO PRIMERO
El principio de lo que voy a contar fue un sobre escrito con letra desconocida. Había en los trazos que formaban mi nombre y la dirección de la “Revista de Fósiles”, en la cual yo colaboraba y desde donde me habían hecho llegar la carta, una mezcla de violencia y dulzura. Detrás de las preguntas que me formula acerca del posible remitente y de su contenido, un pensamiento vago, pero intenso, me hizo evocar la imagen del suelo en la laguna de las ranas. Y desde el fondo, subiendo como una burbuja, me llego el reconocimiento de que últimamente mi vida se había vuelto por demás tranquila. Así, al abrir la carta, no hubiera podido distinguir si el efecto que me producía era el de una vivificante bocanada de Aire fresco o mas bien el de una desagradable corriente de Aire.
Esa misma letra, ágil y unida, decía de un tirón:
Señor:
He leído su artículo sobre el Monte Análogo. Hasta entonces había creído que yo era el único que estaba convencido de su existencia. Hoy ya somos dos. Mañana seremos diez, o quizás mas aun. Entonces podremos intentar una expedición. Por lo tanto, es necesario que nos pongamos en contacto cuanto antes. Telefonéeme en cuanto le sea posible a alguno de los números que escribo al pie.
Quedo a su espera.
PIERRE SOGOL, 37, Passage des Patriarches, Paris.
(Seguían cinco o seis números telefónicos a los cuales se podía llamar según las horas del día.)
Ya casi me había olvidado de ese artículo al que se refería mi corresponsal y que había aparecido unos tres meses antes en el número de mayo de la “Revista de Fósiles”
Halagado por ese signo de interés por parte de un lector desconocido, experimenté sin embargo, cierto malestar al ver tomar tan en serio, trágicamente casi, una fantasía literaria que, si bien en el momento me exaltara, no era ya sino un recuerdo lejano y frío.
Releí el artículo. Se trataba de un estudio bastante superficial sobre el significado simbólico de la montaña en las mitologías antiguas. Las distintas ramas del simbolismo constituían desde tiempo atrás mi estudio favorito (ingenuamente creía entender algo sobre ello) y, por otra parte, amo la montaña como un alpinista, apasionadamente. La unión de ambos intereses -tan diferentes entre si- sobre el mismo tema, infundió lirismo a algunos pasajes de mi artículo. (Tales uniones, por mas incongruentes que parezcan, influyen mucho en la génesis de lo que vulgarmente recibe el nombre de poesía y esto se lo hago notar a titulo de sugerencia a los críticos y estetas que se esfuerzan por aclarar el fondo de esa misteriosa forma de expresión).
En síntesis, escribí que en las tradiciones fabulosas, la montaña representa la unión entre la Tierra y el Cielo. La cima roza las regiones eternas y la base se ramifica en múltiples estribaciones en el mundo de los mortales. Es el camino mediante el cual el hombre puede elevarse hacia la divinidad y la divinidad revelarse al hombre. Los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento ven al Señor cara a cara en lugares elevados. Son el Sinaí y el Nebo de Moisés y, en el Nuevo Testamento, el Monte de los Olivos y el Gólgota. Llegue hasta encontrar ese viejo símbolo de la montaña en las sabias construcciones piramidales de Egipto y de Caldea.
Pasando después a los años, recordaba las oscuras leyendas de los vedas, en donde se sugiere que el soma o “licor”, que es la simiente de la inmortalidad, reside, en su forma luminosa y sutil, “en la montaña”. En la India, el Himalaya es residencia de Shiva, de su esposa “la Hija de la Montaña” y de las “Madres” de los mundos; también en Grecia el rey de los dioses tenía su corte en el Olimpo.
Justamente en la mitología griega encontré este símbolo complementado con el relato de la insurrección de los hijos de la Tierra, quienes, con sus naturalezas terrestres, sus medios terrestres y sus pies de arcilla, trataron de escalar el Olimpo y de penetrar en el Cielo; por otra parte, ¿no es acaso este mismo designio el perseguido por los constructores de la Torre de Babel, quienes, sin renunciar a sus múltiples y personales ambiciones, pretendieron alcanzar el reino del Único eterno? En China se hablaba de las “Montañas de los Bienaventurados”, y los sabios antiguos instruían a sus discípulos a la vera de precipicios...
Después de haber enumerado así las mitologías más conocidas, seguía con consideraciones generales sobre los símbolos, a los que ordenaba en dos clases: aquellos que se someten únicamente a reglas de “proporción” y aquellos que, además, se someten a reglas de “escala”. Esta distinción se ha hecho mas de una vez, pero acaso convenga recordarla: la “proporción” concierne a la relación de las dimensiones del monumento en si mismas, y la “escala” concierne a la relación entre esas dimensiones y las del cuerpo humano.
Un triangulo equilátero, símbolo de la Trinidad, posee siempre el mismo valor, cualquiera sea su dimensión; carece de “escala”. Por el contrario, si tomamos una catedral y hacemos una reducción exacta de algunos decímetros de altura, este objeto, por su forma y proporciones, siempre transmite el sentido intelectual del monumento, aunque haya que examinar con lupa Algunos detalles, pero, en cambio, ya no produce la misma emoción ni tampoco provoca las mismas actitudes: ya no esta “en escala”.
Y lo que define la escala de la montaña simbólica por excelencia -aquella a la cual yo proponía llamar Monte Análogo- es su inaccesibilidad por los medios humanos ordinarios. El Sinaí, el Nebo y hasta el Olimpo se han convertido desde hace mucho en lo que los alpinistas califican de “montañas buenas para que pasten las vacas”, y hasta las cimas mas elevadas de los Himalayas ya no se consideran inaccesibles.
Por lo tanto, todas esas cimas han perdido su poder análogo. Y el símbolo ha debido refugiarse en montañas absolutamente míticas, como el monte Meru de los hindúes. Pero el Meru -y tomaremos este único ejemplo-, al carecer de ubicación geográfica, no mantiene aquel sentido emocionante de ser una vía que una la Tierra con el Cielo y si bien puede seguir representando el centro o eje de nuestro sistema planetario, en cambio ya no es el medio por el cual el hombre puede llegar allí.
Terminaba afirmando que para que una montaña pueda desempeñar el papel de Monte Análogo es necesario que la cima resulte inaccesible, pero que su pie sea accesible a los seres humanos tal como la naturaleza los ha hecho. es necesario que sea única y que exista geográficamente. Pues la puerta hacia lo invisible debe ser visible.
Tal lo que escribí. Y efectivamente, si se tomaba mi artículo al pie de la letra, podía interpretarse que yo creía que en algún lugar de la superficie terrestre existía una montaña mucho más alta que el monte Everest. Esto, considerado desde el punto de vista de cualquier persona sensata, no podía ser sino un absurdo. ¡Y sin embargo, alguien me estaba tomando completamente en serio! ¡Y hasta me hablaba de “intentar la expedición”!
¿Sería un loco? ¿Un bromista? Pero a mi, me pregunté de pronto, a mi que he escrito este articulo, ¿no podrían acaso mis lectores hacerme la misma pregunta? Veamos ¿soy un loco o un bromista? Y bien, puedo admitirlo ahora; mientras me formulaba estas preguntas tan desagradables, sentí que, profundamente, y a pesar de todo, algo en mi creía firmemente en la realidad material del Monte Análogo.
Al día siguiente por la mañana llame a uno de los números telefónicos indicados en la carta y a la hora correspondiente. En seguida me vi atacado por una voz femenina y mecánica que me informaba “Laboratorios Eurhyne” y me preguntaba con quien quería hablar. Después de escuchar Algunos ruidos, una voz de hombre me salio al encuentro:
iAh! ¿Es usted? ¡Qué suerte tiene que el teléfono no transmita olores! ¿Estará desocupado el domingo?.. Bueno, entonces venga a mi casa a eso de las once... haremos un paseíto por el parque antes de almorzar... ¿Cómo? Si, claro, Passage des Patriarches. ¿Cómo dice? iAh! ¿El parque? Si, es mi laboratorio; creí que usted era alpinista... ¿Si? Bueno, de acuerdo, ¿no es cierto?.. ¡Hasta el domingo!
No era un loco. Un loco no desempeña un cargo importante en una fábrica de perfumes. ¿Un bromista, entonces? Pero la voz calida y resuelta no era la de un bromista.
Era jueves. Tres días de espera durante los cuales estuve muy ensimismado.
El domingo por la mañana después de haber atropellado tomates, resbalado sobre cáscaras de banana y rozado a sudorosas matronas, llegue al Passage des Patriarches. Atravesé un vestíbulo, interrogué al espíritu de los corredores y me dirigí hacia una puerta al fondo del patio.
Antes de entrar observe que, a lo largo de una pared decrepita que se ensanchaba en el medio, colgaba una cuerda doble desde una ventanita del quinto piso. Entonces -y siempre ateniéndome a lo que conseguía divisar a esa distancia- vi salir por la ventana un pantalón de terciopelo y después medías calzadas en zapatos livianos.
Este personaje, cuyo cuerpo terminaba así y que con una mano se agarraba del alfeizar de la ventana, hizo pasar los dos cabos de la cuerda entre las piernas, alrededor del muslo derecho, cruzando el pecho en diagonal hasta el hombro izquierdo, por detrás del cuello levantado de su saco corto y por último por delante y por arriba del hombro derecho, y todo eso en un santiamén; después tomo los cabos que colgaban con la mano derecha y los cabos superiores con la izquierda, de un empujón con los pies se separo de la pared y con el torso erguido y las piernas abiertas bajo a una velocidad de un metro cincuenta por segundo, con ese estilo que tan tentador resulta en las fotografías.
Apenas acababa de tocar tierra, cuando surgió una segunda silueta que se adelanto por la misma senda; pero este nuevo personaje, al llegar a la parte en que la pared sobresalía un poco, recibió en la cabeza algo parecido a una papa vieja, objeto que fue a aterrizar sobre el empedrado mientras arriba se oía una voz atronadora que decía: “¡Para que se vaya acostumbrando a los desmoronamientos!...”; llego hasta abajo sin inmutarse mayormente pero no recupero la cuerda.
Los dos hombres se alejaron y atravesaron el vestíbulo ante los ojos de la portera que los miro pasar con cara de profunda desagrado. Proseguí mi camino, subí cuatro pisos por una escalera de servicio y clavado cerca de una ventana me encontré con un cartel en el que se leían las siguientes indicaciones:
PIERRE SOGOL, profesor de alpinismo. Clases jueves y domingo de 7 a 11 hs. Acceso: Salir por la ventana, tomar por la cornisa a la izquierda, escalar una chimenea, descansar sobre una plataforma, subir por la pendiente de tejas sueltas, seguir por la cresta de norte a sur evitando varios gendarmes y entrar por la buharda de la faz este.
Acepté de buen grado esas fantasías a pesar de que la escalera seguía hasta el quinto piso. La “cornisa” era un reborde estrecho del muro; la “chimenea”, un hueco oscuro que en cuanto se construyera un edificio al lado, se cerraría para convertirse en un “patio”; la “pendiente de tejas”, un viejo techo de pizarra, y los “gendarmes”, unas chimeneas con sombrerete y casco.
Me introduje por la buharda y me encontré ante mi hombre. Mas bien alto, delgado y fuerte, con bigote dura y negro y cabellos algo enrulados, tenía la tranquilidad de una pantera que, enjaulada, espera que le llegue su hora. Me miró con ojos calmos y me extendió la mano. Mire lo que tengo que hacer para ganarme el pan -me dijo- Hubiera querido recibirlo mejor...
-Creí que usted trabajaba en la perfumería -le interrumpí.
-No sólo allí. También estoy relacionado con una fábrica de utensilios domésticos, un negocio de artículos para camping, un laboratorio de insecticidas y una empresa de fotograbados. En todas partes me encargo de poner en práctica inventos juzgados imposibles.
Hasta ahora me he arreglado, pero, como se sabe que no se hacer ninguna otra cosa, no me pagan mucho. Entonces doy lecciones de escalada “chicos bien” que están cansados del bridge y de los viajes de turismo. Póngase cómodo y conozca mi buhardilla.
Se trataba en realidad no de una, sino de varias buhardillas cuyos tabiques habían sido derribados y que formaban un largo estudio de techo bajo en uno de cuyos extremos un gran ventanal dejaba pasar abundante aire y luz. Debajo del ventanal se amontonaban los objetos habituales de un laboratorio físico-químico, y a su alrededor se desenroscaba un sendero de grava que imitaba la peor senda de mulas que sea dado imaginar, rodeado por arbustos en macetas o cajones: pequeñas coníferas, palmeras enanas, rododendros.
A lo largo del sendero y pegados a los vidrios o colgados de los arbustos o del techo y aprovechando al máximo el espacio libre, podían verse centenares de carteles de reducido tamaño. Cada uno mostraba un dibujo, o una fotografía, o bien una inscripción, y en conjunto constituían una verdadera enciclopedia de lo que damos en llamar “conocimiento humano”.
El esquema de una célula vegetal, el cuadro de los cuerpos simples de Mendeleieff, las claves de la escritura china, un corte del corazón humano, las formulas de transformación de Lorentz, cada planeta con sus características, la serie de los caballos fósiles, jeroglíficos mayas, estadísticas económicas y democráticas, frases musicales, los representantes de las grandes familias vegetales y animales, los diferentes tipos de cristales, el plano de la Gran Pirámide, encefalogramas, fórmulas logísticas, tablas de todos los sonidos que se emplean en las diferentes lenguas, mapas, genealogías, todo, en fin, lo que suponemos debe figurar en el cerebra de un Mirandola del siglo XX.
Aquí y allá había vasijas, acuarios y jaulas con animales extravagantes. Pero mi huésped no permitió que me detuviera a admirar sus holoturias, calamares, argironetas, termitas, osos hormigueros y ajolotes... sino que me llevó por el sendero, en el cual apenas cabíamos uno al lado del otro, y me invito a recorrer su laboratorio. Gracias a una leve corriente de Aire y al perfume de las coníferas, podía tenerse la impresión de que se escalaban los zig-zags de un interminable camino de montaña.
-Usted comprenderá -me dijo Pierre Sogol- que tenemos que decidir cosas tan graves, cuyas consecuencias pueden tener tantas repercusiones en todos los ámbitos de nuestras vidas -tanto de la suya coma de la mía- que es imposible que entremos en materia inmediatamente sin que primero nos conozcamos un poco.
Caminar juntos, conversar, callarse a dúo, eso si que podemos hacerlo hoy. Mas tarde, creo que tendremos ocasión de actuar en común, de sufrir juntos; y todo eso se necesita para “trabar conocimiento” por así decir.
Como era de esperar, nos pusimos a hablar sobre la montaña. Había estado en todos los picos conocidos más altos de nuestro planeta y sentí que, ese mismo día, poniéndonos cada uno en el extremo de una buena cuerda, podríamos habernos lanzado a las más alocadas aventuras alpinas.
Después la conversación anduvo a los saltos, a los traspiés y hasta caímos en contradicciones, y entonces comprendí para que usaba esos pedazos de cartón que desplegaban ante nosotros todo el saber del siglo. Todos tenemos en la cabeza una colección mas o menos amplia de tales figuras y letreros y cuando por casualidad algunas de esas fichas se agrupan en forma no demasiado vulgar, aunque tampoco muy novedosa, nos hacemos la ilusión de que “pensamos” las mas elevadas ideas científicas y filosóficas, cuando en realidad eso ha ocurrido gracias a una corriente de aire o simplemente por ese movimiento incesante que las agita, en la misma forma en que se mueven las partículas en suspensión dentro de un liquido, debido al movimiento browniano.
En cambio, allí todo ese material se nos presentaba visible delante de nosotros y de ninguna manera podíamos fusionarlo con nosotros. Como si colgáramos guirnaldas en clavos, apoyábamos nuestra conversación en esos grabados y cada uno veía con idéntica claridad los mecanismos del pensamiento propio y del ajeno.
Había en la manera de pensar de este hombre -como también en todo su aspecto- una rara mezcla de vigorosa madurez e infantil frescura.
Pero además, en la misma forma en que sentía a mi lado sus piernas nerviosas e infatigables, así también sentía su pensamiento, una fuerza tan real como el calor, la luz o el viento. Esta fuerza era esa facultad excepcional de ver las ideas como hechos externos y de establecer nuevos lazos entre pensamientos que aparentemente no tenían nada que ver unos con otros.
Lo escuchaba -hasta me atrevería a decir que lo veía- tratar la historia del hombre como si fuera un problema de geometría descriptiva, y al minuto siguiente hablar de las propiedades de las cifras como si se tratara de especies zoológicas; la fusión de las células vivas se convertía en un caso particular del razonamiento lógico y el lenguaje deducía sus leyes de la mecánica celeste. Yo le contestaba, pero con mucho esfuerzo, y muy pronto me vi presa del pánico. El lo notó en seguida y entonces comenzó a narrarme su vida.
-Era todavía joven -dijo- y ya había conocido casi todos los placeres y las contrariedades, toda la felicidad y el sufrimiento que puede experimentar el hombre como animal social. No vale la pena entrar en detalles: en los destinos humanos, el repertorio de acontecimientos posibles resulta bastante limitado y todas las historias se parecen entre si. Le diré solamente que llegó el día en que me encontré sólo, completamente sólo, y tuve la certidumbre de que había concluido un ciclo de vida.
Había viajado mucho, estudiado las ciencias mas diversas y aprendido una docena de oficios. La vida me estaba tratando de la misma forma en que un organismo trata a un cuerpo extraño: evidentemente pretendía enquistarme o expulsarme y yo mismo estaba sediento de “otra cosa”. Creí encontrar esa “otra cosa” en la religión. Fue así que entre a un monasterio. Un monasterio bastante singular.
Cuál o dónde no viene al caso; sin embargo puedo decirle que pertenecía a una orden que, por lo menos, era herética. Había en la regla de la orden una costumbre particularmente curiosa. Cada mañana, el Superior nos entregaba a cada uno -éramos unos treinta- un papel doblado en cuatro. Uno de aquellos papeles llevaba la inscripción: Tu hodie y solamente el Superior sabia a quien le había correspondido.
Creo que Algunos días todos los papeles estaban en blanco, pero como lo ignorábamos el resultado -usted lo vera- era el mismo. “Hoy eres tu”: eso significaba que el hermano que había sido designado, sin que los demás lo supieran, desempeñaría durante todo ese día el papel de “Tentador”. He asistido en algunas tribus africanas a ritos horribles, sacrificios humanos y ritos antropófagos.
Pero en ninguna secta religiosa o mágica encontré jamás una costumbre tan cruel como esa institución del tentador cotidiano. Imagínese usted treinta hombres hacienda vida en común, ya un poco desequilibrados por el eterno terror al pecado, mirándose unos a otros con la obsesión de que uno de ellos, sin poder saber cual, está especialmente encargado de probar su fe, su humildad, su caridad. Esto era algo así como una caricatura diabólica de una idea grandiosa, la idea de que tanto en nosotros como en nuestros semejantes cohabitan un ser odioso y otro digno de ser amado.
Y hubo algo que me demostró el carácter satánico de esa costumbre: ninguno de los religiosos se negó nunca a representar el papel de “tentador” Ninguno, al recibir el tu hodie dudó de su capacidad y dignidad para representar el personaje. El tentador mismo era victima de una monstruosa tentación.
Yo mismo acepté varias veces el papel de agente provocador, por obediencia a la regla, y sin duda es ese el recuerdo más vergonzoso de toda mi vida. Acepté hasta que comprendí la trampa en que había caído. Hasta entonces siempre había logrado desenmascarar al satán de servicio. ¡Eran tan ingenuos esos desgraciados! ¡Siempre con los mismos trucos, que ellos, pobres diablos, creían tan sutiles!
Toda su habilidad consistía en hacer un juego alrededor de algunas mentiras fundamentales y comunes a todos tales como: “obedecer las reglas al pie de la letra es cosa de imbéciles que están imposibilitados para captar su sentido intimo”, o bien: “desgraciadamente yo, con la salud que tengo, no puedo permitirme esos rigores”
A pesar de ello, el diablo del día consiguió atraparme una vez. Se trataba de un fornido muchachón con unos ojos azules de niño. Durante un descanso se acerco y me dijo: “Me doy cuenta de que me ha reconocido. Con usted no hay nada que hacer: es demasiado perspicaz. Por otra parte, es evidente que no necesita de esas artimañas para saber que la tentación esta siempre por doquier alrededor de nosotros o, mejor dicho, dentro de nosotros. Pero vea usted cuan grande es la debilidad humana: con todos los medios que contamos para mantenernos despiertos, terminamos por adornar nuestro sueño.
Llevamos el cilicio como quien lleva un monóculo y cantamos los matines como otros se van a jugar al golf. ¡Ay!, si los sabios de hoy en día, en lugar de inventar todo el tiempo nuevas maneras para facilitar la existencia, emplearan su ingenio en fabricar instrumentos que sirvieran para sacar a los hombres de su adormecimiento! Claro que están las ametralladoras, pero ahí se sobrepasa el objetivo... Tan bien me hablo que esa misma noche, con la mente afiebrada, obtuve autorización del Superior para ocupar mis horas de ocio en la invención y fabricación de instrumentos de ese tipo. Muy pronto invente Algunos aparatos enloquecedores: una estilográfica que perdía tinta o salpicaba cada cinco o diez minutos y que estaba destinada a escritores de pluma muy fácil; un minúsculo fonógrafo portátil provisto de un auricular parecido a los audífonos para sordos, con conducción asea, el cual en los momentos mas inesperados interpelaba, por ejemplo:
“¿Por quien te tomas?”; un almohadón neumático, que denomine “blanda almohada de la duda”, que se desinflaba de improviso bajo la cabeza del durmiente; un espejo cuya combadura había sido estudiada en forma tal -¡me costó un trabajo!- que cualquier rostro humano asumía al reflejarse en el, la apariencia de una cabeza de cerdo; y muchos otros mas.
Me encontraba, por lo tanto, sumido en mi trabajo -a tal punto que ni siquiera reconocía ya a los tentadores cotidianos, los que estaban en excelentes condiciones para alentarme- cuando una mañana recibí el tu hodie. El primer hermano con quien me encontré fue el muchachón de los ojos azules.
Me recibió con una sonrisa amarga que me dejó helado. En ese momento comprendí lo infantil de mis investigaciones y lo ignominioso del papel que se me había ofrecido. Infringiendo todas las reglas, fui a hablar con el Superior y le dije que ya no podría aceptar “hacerme el diablo”. Me contestó con dulce severidad, tal vez sincera, quizás profesional. “Hijo mío, veo que en usted hay una incurable necesidad de comprender que no le importara permanecer por mas tiempo en esta casa.
Rogaremos a Dios para que lo atraiga a Su Seno por otras vías...” Esa misma noche tome el tren para Paris. Había ingresado en ese monasterio con el nombre de Hermano Petrus. Salí con el titulo de Padre Sogol. He conservado ese seudónimo. Los religiosos, mis compañeros, me pusieron ese nombre debido a una conformación espiritual que notaron en mí, y que era la causa de que yo tomase, por lo menos para empezar, lo opuesto de todas las afirmaciones que se me propusiesen, que invirtiese siempre causa y efecto, principio y consecuencia, sustancia y accidente.
“Sogol” es un anagrama un poco infantil, pretencioso también, pero necesitaba un nombre que sonara bien, además, me recordaba una regla de pensamiento que mucho me había aprovechado. Gracias a mis conocimientos científicos y técnicos, bien pronto encontré algunos empleos en distintos laboratorios y establecimientos industriales. Poco a poco me fui readaptando a la vida del “siglo” aunque, la verdad sea dicha, sólo exteriormente pues en el fondo no consigo integrarme en esa agitación de jaula de monos que, muy dramáticamente, recibe el nombre de vida.
Se oyó un timbre.
-¡Ya, ya, querida Física! -grito el Padre Sogol, y me explico:- El almuerzo esta listo. Vayamos.
Me hizo abandonar el sendero y, mostrándome con un gesto toda la ciencia humana contemporánea inscripta ante nuestros ojos en pequeños rectángulos, dijo con voz profunda:
-Falso, todo falso. No hay una sola de esas fichas de la cual podría decir: he aquí una verdad, aunque sea una pequeña verdad, bien cierta. En todo eso no hay sino misterios o errores. Donde los unos terminan los otros empiezan.
Pasamos a un cuartito completamente blanco donde estaba la mesa servida.
-Por lo menos esto es algo relativamente real, si es que pueden unirse estas dos palabras sin que se produzca una explosión- continuó mientras nos instalábamos a cada lado de uno de esos platos rústicos en el cual, alrededor de un pedazo de carne hervida, todas las verduras de la estación entrelazan sus vapores.
Hasta es necesario que esta buena Física ponga en marcha toda su vieja astucia bretona para reunir sobre mi mesa los elementos de una comida en la que no intervengan ni sulfato de barita, ni gelatina, ni acido bórico, ni acido sulfúrico, ni aldehído fórmica, ni ninguna otra droga de la industria alimenticia contemporánea. Un buen puchero vale más que cualquier filosofía mentirosa.
Comimos en silencio. Mi anfitrión no se creía en la obligación de charlar mientras comíamos, cosa que aprecie mucho. No temía callar cuando no tenía nada que decir, ni tampoco reflexionar antes de hablar. Ahora, al transcribir nuestra conversación, temo haber dado la impresión de que hablaba sin cesar; en realidad, sus relatos y confidencias estuvieron entrecortados por largos silencios y a menudo fui yo quien habló; a grandes trazos, le conté mi vida hasta ese día, pero no vale la pena que lo reproduzca aquí; en cuanto a los silencios, resulta imposible relatarlos con palabras. Solamente la poesía podría lograrlo.
Después de almorzar volvimos al “parque”, debajo del ventanal y nos recostamos sobre alfombras y almohadones de cuero: es un medio muy simple de conferir espacio a un ambiente de techo bajo. Física trajo silenciosamente el café y Sogol volvió a hablar.
-Con esto se llena el estomago pero nada mas, con un poco de dinero se extraen de la civilización las pocas satisfacciones corporales elementales. Todo lo demás es falso. Falsedades, tics, trucos: ahí esta toda nuestra vida, entre el diafragma y la cavidad craneana. Bien lo dijo mi Superior: me aqueja una incurable necesidad de comprender. No quiero morirme sin haber comprendido por que viví. Y usted, ¿ha tenido alguna vez miedo a la muerte?
Silenciosamente escarbe entre mis recuerdos, recuerdos tan profundos que nunca habían sido alcanzados por palabras. Y dije con dificultad:
-Si. Alrededor de los 6 años, oí hablar de moscas que pican a las personas dormidas. Alguien me dijo en broma que “cuando uno se despierta, se muere”. Esa frase me obsesiono. A la noche, en la cama, con la luz apagada, intentaba representarme la muerte, el “nada más”. Suprimía con la imaginación todo aquello que constituía el decorado de mi vida y poco a poco me vi apretado por círculos de angustia cada vez más estrechos: no habrá mas “yo”... Yo, ¿y que es, yo?; no lograba aprisionarlo, “yo” se me escurría como un pez de entre las maños de un ciego y no podía dormirme.
Durante tres años esas noches de interrogantes en la oscuridad se repitieron con mayor o menor frecuencia. Después, cierta noche se me ocurrió una idea maravillosa: en vez de padecer esa angustia trataría de observarla, de ver donde estaba y que era. Entonces comprendí que estaba ligada a algo que se me crispaba en el vientre y debajo de las costillas y también en la garganta. Recordé mi propensión a las anginas y trate de aflojarme y de relajar el vientre. La angustia desapareció. En ese estado trate de volver a pensar en la muerte, y esa vez en lugar de ser presa de la angustia, me invadió un sentimiento completamente nuevo, cuyo nombre me era desconocido, y que tenía algo de misterio y algo de esperanza...
-Y entonces usted creció, estudió, y comenzó a filosofar, ¿no es cierto? Todos hemos pasado por ahí. Parecería que hacia la adolescencia la vida interior de los seres humanos jóvenes de pronto se viera privada de voluntad y desprovista de su valor natural. El pensamiento no osa afrontar la realidad o la fantasía cara a cara, directamente, y comienza a mirarlos a través de las opiniones de los “grandes”, a través de la lectura y de las clases de los profesores. Sin embargo, queda una voz que no está del todo muerta y que a veces grita -cada vez que lo consigue o cada vez que un vaivén de la existencia afloja la mordaza-, grita sus preguntas, pero inmediatamente la ahogamos. Y así empezamos a comprendernos.
Puedo confesarle, en consecuencia, que tengo miedo a la muerte. No de aquello que uno se imagina que es la muerte, pues ese mismo miedo es imaginario, ni tampoco a la muerte cuya fecha se consignará en el registra civil, pero si a la muerte que experimento a cada instante, a la muerte de esa voz que también a mi desde el fondo de mi infancia me pregunta: “Que soy” y que todo, dentro y fuera de nosotros parece querer ahogar ahora y siempre. Cuando esa voz calla -¡y lo hace tan a menudo!- me convierto en un armazón hueco, un cadáver que se agita. Tengo miedo que repentinamente se calle para siempre o que despierte demasiado tarde -como en su centro de las moscas:- cuando se despierta, uno ha muerto.
¡Así es! -dijo casi con violencia-. Lo esencial se lo he dicho. El resto no son mas que detalles. Desde hace años espero el momento de poder decirle todo esto a alguien.
Se sentó y me di cuenta de que ese hombre debía tener una razón de cero para poder resistir a la presión de la locura candente dentro de si mismo. Ahora se había tranquilizado algo y parecía aliviado.
-Mis únicos ratos tranquilos -continuo, después de haber cambiado de posición- eran en el verano, cuando me ponía nuevamente los zapatos claveteados, tomaba la mochila y la piqueta para corretear por las montañas. Nunca tuve vacaciones muy largas, pero ¡al poco tiempo que tenía, le sacaba el jugo! Después de diez u once meses pasados perfeccionando aspiradores de polvo o perfumes sintéticos, al cabo de una noche en tren o un día en ómnibus, cuando llegaba a los primeros campos nevados con los músculos a la miseria por los venenos de la ciudad, solía romper a llorar como un idiota, con la cabeza vacía, los miembros ebrios y el corazón henchido.
Días mas tarde, apuntalado en una hendidura o cabalgando una arista, volvía a reencontrarme, a reconocer dentro de mi personajes a los que no veía desde el verano anterior. Y sin embargo, después de todo, esos personajes eran siempre los mismos... Y bien, en mis lecturas y en mis viajes, había oído hablar, igual que usted, de hombres de raza superior que poseen las llaves de todo aquello que para nosotros resulta misterioso. Y no conseguía resignarme a considerar simple alegoría la idea de una humanidad invisible, interior a la humanidad visible. La experiencia demuestra, me decía a mi mismo, que un hombre no puede, directamente y por si sólo, alcanzar la verdad; es necesaria la existencia de un intermediario, humano en ciertos aspectos y sobrehumano en otros. En algún lugar de la tierra, esta humanidad superior de be existir necesariamente, sin ser absolutamente inaccesible.
Y entonces, ¿no tendría que consagrar todos mis esfuerzos a descubrirla? Aun cuando, si a pesar de mi certeza, fuese victima de una ilusión monstruosa, nunca habría perdido nada en tales esfuerzos puesto que, en suma, sin esa esperanza toda la vida carece de sentido.
Pero ¿donde buscar? ¿Por donde empezar? Ya había corrido bastante mundo, metiendo mis narices en todos lados, en toda clase de sectas religiosas y escuelas místicas y siempre me había encontrado ante la duda: ¿si o no, será o no será? ¿Por qué habría orientado mi vida en un sentido más que en otro? Usted comprende, yo carecía de piedra de toque. Pero el hecho de ser dos, todo lo cambia. Y no es que la tarea se vuelva dos veces más fácil, no: de imposible se vuelve posible. Es como si para medir la distancia desde un astro hasta nuestro planeta, poseyera solamente un punto conocido sobre la superficie terrestre: el cálculo resulta imposible, pero si tengo un segundo punto, se hace posible porque puedo construir el triangulo.
Este brusco internarse en la geometría era muy suyo. No sé si lo comprendía bien y mas tarde llegué a saber que en su razonamiento sólo había un error prácticamente ínfimo: era la fuerza suya lo que me convencía.
-Su articulo sobre el Monte Análogo me ha iluminado -prosiguió- Existe. Lo sabemos ambos. Habrá que descubrirlo. ¿Donde? Eso es cuestión de cálculo. Le prometo que dentro de Algunos días habré precisado, con bastante exactitud, su posición geográfica. Y entonces partiremos de inmediato, ¿no es cierto?
-Si, pero ¿cómo? ¿Por qué vía, con qué medio de transporte, con qué dinero y por cuánto tiempo?
-Esos no son sino detalles. Por otra parte, estoy seguro de que no seremos los únicos. Dos personas pueden convencer a una tercera y después es como la bola de nieve, aunque haya que tener en cuenta lo que la pobre gente da en llamar “sentido común”; sentido común, como el que tiene el agua al correr... pero siempre que no la pongamos a hervir o en una heladera para que se congele. Y sin embargo... bueno, si el fuego no alcanzara, golpearemos el hierro hasta que caliente.
Fijemos la primera reunión para el próximo domingo, aquí en mi casa. Tengo unos cinco o seis camaradas, buenos camaradas, que sin duda vendrán. También conozco a una persona en Inglaterra, y a otras en Suiza; también vendrán ya que hace mucho convinimos en reunirnos en caso de realizar excursiones importantes. Y ya lo creo que esta será una excursión importante.
-Por mi parte, se me ocurren algunas personas que podrían reunírsenos.
-Invítelas entonces para las 4 de la tarde, pero usted venga antes, a eso de las 2. Para entonces seguramente habré concluido mis cálculos... ¿Cómo, ya tiene que irse? Bueno, la salida esta aquí -me dijo mientras me mostraba la ventana de donde colgaba la cuerda-.
Solamente Física usa la escalera. ¡Hasta pronto! Me envolví en la cuerda, que olía a paste y a establo, y en unos instantes estuve abajo.
Una vez en la calle, me invadió una sensación de extrañeza, de desarraigo, mientras iba resbalando sobre cáscaras de banana, atropellando tomates y rozando a sudorosas matronas.
Si durante el trayecto desde el Passage des Patriarches hasta el departamento en que vivía en el barrio de Saint-Germain-Despres, se me hubiera ocurrido estudiarme como a un extraño transparente, habría descubierto una de las leyes que rigen el comportamiento de los “bípedos sin plumas e ineptos para la intelección de la cifra
Pero a medida que me iba acercando a mi domicilio, en el cual encontraría todas mis viejas costumbres, empecé a imaginarme a mis colegas de la oficina y a mis cofrades escritores mientras escucharan el relato de la asombrosa entrevista que acababa de tener.
Imagine sus sarcasmos, su escepticismo, su conmiseración. Comencé a desconfiar de mi ingenuidad y de mi credulidad... hasta el punto de que, cuando empecé a contarle a mi mujer la conversación con Sogol, me encontré usando expresiones tales como: “un extraño tipejo...”, “un monje exclaustrado”, “un inventor medio chiflado”, “un proyecto extravagante...” ¡Cuál sería mi estupor entonces cuando, al terminar mi relato, oí que ella me decía!
-Tiene razón. Esta noche misma empiezo a preparar las valijas. Pues no son solamente ustedes dos. ¡Ya somos tres!
-¿Quieres decir que tomas todo esto verdaderamente en serio?
-¡Es la primera idea seria con la que me encuentro en mi vida!
Y es tan grande el poder de la ley camaleónica que, volví a considerar el proyecto del Padre Sogol como algo absolutamente razonable.
Así fue como nació el proyecto de una expedición al Monte Análogo. Ahora que he empezado, habrá que seguir: cómo quedo demostrada la existencia en nuestro planeta de un continente desconocido hasta entonces, con montañas mucho mas altas que el Himalaya; por qué se lo ignoró hasta ahora; cómo llegamos allí; con qué seres nos encontramos; la forma en que otra expedición, cuyos fines eran distintos, corrió el riesgo de perecer de la manera mas espantosa; cómo poco a poco comenzamos a echar raíces, por así decir, en ese nuevo mundo y como, sin embargo, el viaje apenas acaba de empezar...
Muy alto y muy lejos en el cielo, mucho mas allá de los sucesivos círculos que van formando los picos cada vez mas elevados y las nieves cada vez mas blancas, en medio de un resplandor que resulta insoportable para los ojos humanos, e invisible por el exceso de luz que lo rodea, se yergue la punta ultima del Monte Análogo.
“Allí, en una cima mas aguda que la aguja mas fina, está aquél que llena el espacio integro. Allí, en lo alto, en ese Aire sutil donde todo hiela, subsiste únicamente el cristal de la última estabilidad. Allí, en medio del fuego celeste donde todo arde, subsiste sólo el perpetuo incandescente.
Allí, en el centro del todo, está aquél que ve el acaecer de todas las cosas, comienzo y final”. Y esto es lo que allá arriba cantan los montañeses. Así es. “Y dices que así es, pero si hace un poco de frío, tu corazón se vuelve topo; si hace algo de calor, tu cabeza se llena de una nube de moscas; si tienes hambre, tu cuerpo se convierte en un asno que ni a garrotazos marcha, y si estas cansado, se te imponen los pies”. Y esto también lo cantan los montañeses, mientras escribo, mientras busco la forma de revestir esta historia verdadera para que resulte creíble.