Del cinismo como una de las (malas) artes
Por Mario Goloboff. Fragmento.
En la Antigüedad, hacia el siglo V antes de la Era Cristiana, la escuela de los Cínicos gozaba de prestigio proclamando el abandono de los bienes terrenales para volver a la naturaleza, la renuncia a toda propiedad, el rechazo de las convenciones; eran gentes que expresaban opiniones chocantes para con las ideas recibidas o las buenas costumbres enseñadas, vivían entre la suciedad y en las más bajas condiciones, el abandono de todo cuidado exterior, una estética cercana a la de la fealdad, todo ello por lo general con una intención provocativa y en aras de una ética capaz de privarse de las comodidades y ni qué decir de las riquezas, para pensar con libertad. Porque a pesar de comer en el ágora, tener relaciones sexuales públicas, portar batón y bastón, adorar al pez masturbador como modelo de inteligencia natural y venerar la secta del perro, aseguraban de Platón que no podía servirles de guía puesto que se había pasado la vida reflexionando sin inquietar jamás a nadie, y que el discurso de un filósofo debía, en cambio, ser penetrado de una dulzura acre que pudiera morder las heridas humanas: “El perro augura una manera incisiva de practicar la sabiduría”, sostenían.
Antístenes, Diógenes, Crates de Tebas, apodado “el abridor de puertas”, juegan los papeles principales en el Olimpo del sistema. Hiparquía, de Tracia, una de las primeras mujeres en transitar los caminos de la filosofía, compañera de Crates que, para serlo, debió romper con los suyos (era hermana de Metrocles, su discípulo, por quien lo conoció, y perteneciente a una rica familia de Maronea), compartió con la Escuela peculiares costumbres y formas de vida y, sobre todo, los grandes principios de su ética del despojo y de la desnudez. Según cuenta Diógenes Laercio (Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, VI, 98), cuando Teodoro el Ateo, que se reía de ella durante un banquete en casa de Lisímaco, le preguntó, jocosa y críticamente, respecto de su adhesión como mujer al grupo: “¿Eres la que dejó la tela y la lanzadera?”, Hiparquía, consciente de lo que podían representar su papel y sus actitudes revolucionarias, contestó con pregunta retórica: “¿Crees que he hecho mal en consagrar al estudio el tiempo que, por mi sexo, debería haber perdido como tejedora?” Gracias al lexicógrafo griego Suidas (s. X) sabemos que escribió al menos tres obras: Hipótesis filosóficas, Epiqueremas y, justamente, Cuestiones sobre Teodoro el Ateo, pero no se conserva ninguna de ellas.
Antístenes, el fundador, fue llamado “el verdadero perro”, porque daba sus lecciones fuera de la ciudad, cerca de los cementerios, en los cordones y en los márgenes, y también porque, como estos animales, disputaba y rapiñaba a los dioses su ración en el templo consagrado a Hércules, el Cinosargo (de kyon: perro y argos: blanco, brillante). Diógenes, quien habitaba en una vasta ánfora, imitaba a los canes más audaces y bravos, y predicaba vivir con su misma libertad y autonomía. Maltrataba a propios y extraños, injuriaba y agredía a todos los que no pensaban como él, que eran, casi, la unanimidad. Crates, que después de impactarse con cierta tragedia de Eurípides había renunciado públicamente en el teatro a la herencia de unos doscientos talentos de su padre Ascondas, llegó provisto sólo de un manto de tela y un zurrón a Atenas y vivió en sus murallas entre los excrementos. Desnudo en medio de las basuras, recogía cortezas, aceitunas podridas y espinas de pescado que poco guardarían. Era, en cambio, al revés de Diógenes, afectuoso con la gente. Alejandro Magno, algo menor que él y quien lo conoció de joven, algún día fue a verlo, pero Crates lo trató no mal sino como a todo el mundo. Esta parte de la descripción la dibuja con mano maestra Marcel Schwob, que le dedica una de sus exquisitas Vidas imaginarias. Dice Schwob que “carecía de opinión sobre los grandes. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo los hombres le preocupaban, así como la manera de pasar la existencia con la mayor sencillez posible. Las censuras de Diógenes le hacían reír, igual que sus pretensiones de reformar las costumbres. Crates se consideraba muy por encima de tan vulgares desvelos”.